Es cierto que ninguna sociedad puede permitirse el lujo de que sus ciudadanos se encuentren en permanente estado de ira y conflicto. Un exceso continuado de agresividad es la perfecta herramienta para separar a las personas y bloquear cualquier posibilidad de entendimiento. Impide que las personas de buen talante se puedan comunicar de una manera positiva, en busca de reflexiones conjuntas, que mejoren la convivencia.
Es, por tanto, fundamental un mínimo nivel de paz y calma para poder desarrollar mejores herramientas de argumentación, elevar el nivel de la conversación y escucharnos unos a otros con la mente abierta, con el objetivo compartido de completar el puzle de la verdad aunando las distintas piezas entre todos, como no podría ser de otra manera.
Pero también es cierto que la positividad impuesta, la que oculta todo aquello que no es aceptable moralmente en la sociedad, por tabú o por conveniencia (aunque suelen ir ligadas), es todavía más peligrosa, porque es la puerta que deshabilita el acceso al cambio radical y fomenta el control social, al considerar “anómalas” las reacciones humanas que se producen ante las injusticias.
En las últimas décadas, se ha observado una tendencia en la sociedad occidental, a reprimir cualquier acción que pueda molestar al individuo, fomentando la aversión al dolor en casi cualquiera de sus manifestaciones, como una de sus características principales. La sociedad se ha transmutado, como dijera Thatcher, en individuos aislados habituados al consumo inmediato y a la satisfacción instantánea, donde emociones como la tristeza, el enojo, el desánimo o la frustración no tienen cabida. Es más, son consideradas alteraciones disfuncionales, que nos sacan de los circuitos de la producción y el consumo.
Sin embargo, vivimos en sociedades donde la injusticia no ha sido erradicada, especialmente sobre las mujeres, y es necesario hacer frente a los problemas y a las emociones que los acompañan, sin reprimirlas u obviarlas.
Porque de la rabia, del inconformismo, del malestar, surge la necesidad de afinar el discernimiento y el diagnóstico de aquello que nos produce ese malestar, y nos obliga a buscar soluciones nuevas y creativas. De la rabia y la ira bien enfocadas pueden salir ideas brillantes, y posibilidades que no se hubieran planteado jamás en la paz sumisa y tranquila del aborregamiento. Sin ellas, jamás se habrían podido dar las ideas ilustradas, las luchas obreras, las revoluciones o los tratados de filosofía.
Las mujeres hemos sido educadas durante demasiado tiempo para conservar la Máscara de Positividad Impuesta por la sociedad, que nos obliga a sonreír, incluso, cuando no nos apetece. Una máscara permanente que nos recuerda desde que nacemos, que solo por nacer hembras debemos “sonreír más, que estamos más guapas” (y si estamos “calladitas” todavía más), que nuestro deber de agradar a los demás siempre está por encima de nuestra propia felicidad, que no importa lo que sintamos, solo importa lo que sienten los varones y hacerles la vida fácil y agradable.
Esta positividad forzada a través de la Máscara, crea una disonancia emocional tan grande, al tergiversar el estado real de ánimo de las mujeres frente a lo que se quiere mostrar, que sabotea cualquier intento de lucha y neutraliza el pensamiento crítico, conduciendo a las mujeres a un estado de duda continua sobre su propia estabilidad mental, y a una eterna indefensión aprendida.
Así, pues, si para liberarnos de nuestra Máscara, tan largamente soportada, las mujeres necesitamos hacer uso de cierto grado de vehemencia, agresividad y acaloramiento, es nuestro derecho y no debería ser recibido como algo negativo sino como una oportunidad de cambio, teniendo en cuenta que nunca se nos ha tenido en cuenta, aun siendo la mayoría de la población (52%).
No hace tanto que hemos empezado a romper el silencio de nuestra realidad, de nuestros abusos y de nuestros anhelos. De hecho, todavía ni siquiera nosotras somos conscientes, realmente, de todo lo que queremos y sentimos. Necesitamos aprender a sacar esa energía estancada durante siglos, transmitida de abuelas a madres e hijas.
Y saldrá como sea, como pueda en realidad, porque al igual que en las ollas, cuando la presión es alta el vapor sale descontrolado y luego se modera a medida que baja la presión, las mujeres necesitamos permitir que se abra el canal de salida de nuestras emociones para poder desarrollar un pensamiento crítico cada vez más fuerte que, por muy acalorado que se presente, permitirá la curación desde la raíz, y no como un parche estratégicamente situado para que la herida no se vea.
Sabiendo que esto es así, que necesitamos que la sociedad enfrente nuestro malestar, las feministas, las que realmente conocemos el trasfondo y la agenda de este movimiento político, observamos con asombro cómo cierto sector del activismo, que se auto identifica como feminista (y que tiene gran afinidad hacia cualquier grupo que se auto identifique con lo que no es) propone con cierta continuidad acciones como las batukadas, las canciones y los bailes, como forma de “protesta”.
¿Realmente pueden pensar que así van a cambiar el sistema de opresión? De nuevo, vemos como se intenta buscar la emoción popular socialmente aceptable, fingiendo emociones positivas que no existen y que, desde luego, no representan el sufrimiento de las mujeres ¿No es acaso un nuevo tipo de Máscara de Positividad Impuesta, pero adaptada a la estética actual?
Las feministas sabemos que seguir fingiendo solo conduce a la frustración y al agotamiento de las víctimas, mientras los victimarios se frotan las manos, con el camino expedito para que sigan ejerciendo su poder sobre nosotras. Por eso, que no cuenten con el feminismo para los bailes y las batukadas, sino para el activismo real y la transmisión de conocimiento y pensamiento crítico.
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